En 1926, en su primera exposición pública, se hicieron
ya ostensibles algunas de las características de su obra y la evolución
de su pensamiento artístico, puesta de relieve por el paso de un
primitivismo de voluntad indigenista (patente en obras tan emblemáticas
como su Autorretrato de 1931) a la influencia del constructivismo (evidente en sus cuadros posteriores, especialmente en Barquillo de fresa, pintado en el año 1938). Una evolución que había de llevarlo, también, a ciertos ensayos vinculados al surrealismo.
Paralelamente, Tamayo desempeñó cargos
administrativos y se entregó a una tarea didáctica. En 1921 consiguió la
titularidad del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional
de Arqueología de México, hecho que para algunos críticos fue decisivo
en su toma de conciencia de las fuentes del arte mexicano. Gracias al
éxito conseguido en aquella primer exposición de 1926, fue invitado a
exponer sus obras en el Art Center de Nueva York. Más tarde, en 1928,
ejerció como profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, en 1932,
fue nombrado director del Departamento de Artes Plásticas de la
Secretaría de Educación Pública.
En 1938 recibió y aceptó una oferta para enseñar
en la Dalton School of Art de Nueva York, ciudad en la que permanecería
casi veinte años y que sería decisiva en el proceso artístico del
pintor. Allí, en efecto, dio por concluido el período formativo de su
vida y se fue desprendiendo lentamente de su interés por el arte europeo
para iniciar una trayectoria artística marcada por la originalidad y
por una exploración absolutamente personal del universo pictórico. En
Nueva York se definió, también, su inconfundible lenguaje plástico,
caracterizado por el rigor estético, la perfección de la técnica y una
imaginación que transfigura los objetos, apoyándose en las formas de la
cultura prehispánica y en el simbolismo del arte precolombino para dar
libre curso a una poderosa inspiración poética que bebe en las fuentes
de una lírica visionaria.
Su obra como muralista, ciclópea y hecha en el más puro «mexicanismo», culmina en el mural El Día y la Noche.
Realizado en 1964 para el Museo Nacional de Antropología e Historia de
México, simboliza la lucha entre el día (serpiente emplumada) y la noche
(tigre). Ese mismo año recibió el Premio Nacional de Artes. Sus últimos
trabajos monumentales datan de 1967 y 1968, cuando por encargo
gubernamental realizó los frescos para los pabellones de México en la
Exposición de Montreal y en la Feria Internacional de San Antonio
(Texas). A partir de entonces, retirado casi, se dedicó de lleno a
transmitir el saber acumulado en su larga e intensa vida artística.
Pero, como ya se ha dicho, la parte más
significativa de su obra corresponde a su pintura de caballete, que no
abandonó hasta poco antes de su muerte. Entre sus numerosas obras hay
que citar Hippy en blanco (1972), expuesto en el Museo de Arte Moderno, o Dos mujeres
(1981), en el Museo Rufino Tamayo. Su interés por el arte precolombino
cristalizó al inaugurarse en 1974, en la ciudad de Oaxaca, el Museo de
Arte Prehispánico Rufino Tamayo, con 1.300 piezas arqueológicas
coleccionadas, catalogadas y donadas por el artista.
Casado en 1934 con la pianista Olga Flores Zárate, el matrimonió duró hasta la muerte de él, pero no tuvieron hijos.En la última entrevista que permitió a Miguel Ángel Ávila, consideró que el no haber tenido hijos era una huella que había marcado profundamente su existencia, en su casa San Ángel pasó sus últimos tres años de su vida en la nostalgia de los hijos, buscó y compró el cuadro titulado "Niño", que era el busto en colores marrón de su primera época, pintado en su juventud, fue en esa época en que inició sus últimos trabajos, como el de La Familia, donde aparecen dos padres y un pequeño, cuadro que el entrevistador no sólo vio pintar, sino que colaboró con él, su último estudio en vida, fue tomado por el mismo periodista, una semana antes de su fallecimiento, pidió aparecer con su esposa Olga, y ella que siempre se mantuvo reticente en estos casos, aceptó posar con sus fieles acompañantes, dos perrillos que les fueron su única familia al final de su vida.
«Yo soy yo y mi circunstancia, pero si no la salvo a ella no me salvo yo», estableció Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote (1914); a partir de ese discernimiento desarrolló su filosofía. Leído en Latinoamérica con amplitud, Ortega y Gasset influyó grandemente en Tamayo, quien, desde joven y hasta el final de sus días, remarcó la importancia de percatarse de todo lo que gira en torno de la persona, así como comprometerse con el presente de lleno. Además de pintor notable, Tamayo observó gran compromiso social, lo que se confirma de distintas maneras: con los dos museos y los dos asilos que fundó en México; con muchas obras sociales realizadas en silencio; con la creación de la Bienal de pintura que lleva su nombre; con el apoyo a chicanos y mexicanos indocumentados en Los Ángeles. La lista es mucho más extensa y en cada uno de esos rubros está presente Olga Tamayo, su compañera. La vocación de servicio de ambos nació de su amor por México.
La obra de Tamayo evolucionó desde el uso de perspectiva lineal e influencias cubistas hasta desarrollar un estilo propio. Su trabajo goza de gran reconocimiento internacional y ha sido expuesto prácticamente en todo el orbe, incluyéndose en colecciones de museos con prestigio internacional. Sus murales también decoran los más diversos lugares como el edificio de la UNESCO en parís
El erotismo es un tema medular en la producción plástica de Rufino Tamayo, quien afirmaba que su obra no era erótica sino sensual, con lo que hacía alusión a la sofisticada comunicación espiritual que se funde entre quienes se atraen. Ponía énfasis al explicar que su obra no era erótica porque «el sexo puede ser mecánico y lo que yo busco —aclaraba—, es mostrar el sentimiento». Esto sin dejar de lado cuadros como el particularmente complejo "Desnudo blanco" (o "Desnudo en blanco") (1943) en el que la razón y los sentimientos se multiplican y revelan el celo íntimo de los dos personajes: una mujer en primer plano y atrás de ella una figura masculina difuminada; Eros y Tánatos desplegándose y penetrándose entre sí, como buscando ambos, trascender en el cuerpo que los contiene.
Conocida también es la entrañable relación que Tamayo tuvo hacia todo lo relacionado con el cosmos. A través de su obra queda de manifiesto cómo lo percibía: comunión de conocimiento, sensualidad, asombro e incluso temor ante lo desconocido. En gran cantidad de cuadros Tamayo plasmó elementos que hacen eco en aportaciones de la ciencia y la tecnología relacionadas con la exploración del Universo; son extensas las entrevistas en las que explicó su profunda expectativa sobre lo que sucedía en el cosmos. A veces, sus declaraciones fueron metafísicas: expandía su admiración por el espacio; en otras, hizo afirmaciones apuntaladas en hallazgos científicos que conjugaba con su forma de entender determinados hechos precisos. El discurso con que Tamayo ingresó al Colegio Nacional el 21 de mayo de 1991, aborda temas diversos que marcaron su vida. En alusión a cómo el ser humano debía volcarse al humanismo a fin de que los avances tecnológicos y científicos estén al servicio de la humanidad y no al contrario, manifestó: «Para mi, esta realidad ha sido clara desde el término de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo evidente la urgencia de que los artistas reflexionáramos sobre las consecuencias de los cambios inherentes al inicio de una nueva era. El arte debe reflejar los cambios originados por la ciencia y el desarrollo tecnológico precisamente porque debe continuar su evolución y su evolución es la del hombre y sus problemas». Con aquella disertación, Rufino Tamayo, de 91 años y próximo a morir, plasmó una síntesis de la gran importancia que la ciencia y la tecnología tuvieron en su obra.
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