Así, de manera paradójica y en un insolente maridaje con la pintura, la fotografía atinó entonces (finales del XIX) a dar con el más conspicuo camino para lograr la aprobación social e introducirse en los hogares de la burguesía. Las veladuras, los desenfoques, los paisajes desvanecidos, las referencias mitológicas, la evocación melancólica de paraísos perdidos y la representación de escenas bucólicas conformaron un peculiar estilo denominado “Pictorialismo” que, paralelo al impresionismo y enraizado en los grandes géneros plásticos del XVII –el paisaje y la figura- se mantuvo en boga hasta el primer cuarto del pasado siglo.
Para esa época la fotografía ya había fraguado su propio lenguaje independiente de la pintura por otros y muy diferentes caminos.
La RSF y el pictorialismo
El pictorialismo concebía al autor como artista creador. Así, la fotografía reconstruía la realidad desde la concepción de la imagen a su acabado, en un intento de dotar de un aura artística a lo que, en sus primeros momentos, no fue sino un proceso mecánico y químico.
Las sociedades fotográficas, con sus salones y publicaciones especializadas, contribuyeron al impulso de este movimiento tremendamente popular en nuestro país.
En los primeros años del siglo XX, Antonio Cánovas del Castillo, Carlos Iñigo, Luis de Ocharán, Antonio Escobar, Hernández Briz, Antonio Rabadán, Francisco Toda o Antonio Prats, socios todos ellos de la RSF, contribuyeron a fomentar y dar prestigio a este tipo de fotografía con sus imágenes alegóricas y mitológicas, inspiradas en la pintura y en la literatura.
Avanzando el siglo y hasta bien entrados los años 50, las notas estéticas de este tipo de fotografía tienden hacia lo documental, en un intento de captar y, por lo tanto, detener los paisajes, costumbres y tradiciones españolas, en trance de desaparición. El exponente más conocido de esta línea es José Ortiz-Echagüe cuya enorme figura ensombreció, sin pretenderlo, el también valioso trabajo de otros autores como Eduardo Susanna, Francisco Andrada o José Tinoco.
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